Después de que, durante la segunda década del siglo en curso, nos hubiésemos acostumbrado a unas tasas de inflación planas o muy disminuidas, en la postpandemia (especialmente durante el periodo 2021 – 2023), estalló un episodio inflacionario, alcanzando el incremento del coste de los bienes de consumo y de los factores de producción cotas que sólo recordamos los ahora llamados “boomers”. En el ámbito de la contratación pública, este fenómeno nos ha obligado, por un lado, a desempolvar conceptos jurídicos que ya creíamos traspasados a mejor vida (por ejemplo, la revisión de precios), o bien, a toparnos con fenómenos ignotos e impensables hace tan solo unos años, como las reticencias, o directamente la renuncia, de contratistas a la ejecución de prórrogas contractuales o a adjudicaciones de contratos que devienen antieconómicos con el paso de apenas meses.

Este fenómeno, junto con otros ligados a la prolongación de los contratos públicos de servicios (sin ir más lejos, las prórrogas forzosas impuestas a los contratistas en caso de retrasos en las licitaciones de nuevos contratos, o de impugnación ante los Tribunales de Contratación de actos del procedimiento de licitación), han convertido a las prórrogas de los contratos públicos de servicios en material inflamable, de alta litigiosidad.

La problemática es especialmente acuciante en los contratos de servicios que fueron licitados (y, por tanto, presupuestados y dimensionados), justo antes del periodo inflacionario iniciado en el primer trimestre de 2021 (y que ahora están alcanzado el final de su periodo de vigencia). Y ello, puesto que el dimensionamiento económico de estos contratos ha quedado superado por la realidad, haciendo ello que la prestación de los servicios por los contratistas públicos sea antieconómica.

Todo ello sume a los contratistas públicos en una delicada tesitura, dado que la ejecución de las prórrogas de estos contratos (ya sean previstas en los pliegos, o prórrogas forzosas impuestas por la Administración por causas sobrevenidas), puede tener consecuencias económicas ruinosas. Y, a su vez, la renuncia a la ejecución de prórrogas bien sea previstas contractualmente o forzadamente impuestas por la Administración, puede llegar a tener severas consecuencias para los contratistas, desde la imposición de penalizaciones económicas (en el mejor de los casos) hasta prohibiciones de contratar (en el peor).

Ante la tesitura de la imposición de una prórroga manifiestamente antieconómica, ¿debe resignarse el contratista a ejecutarla a los precios contractuales iniciales, y con ello, a soportar una pérdida económica? ¿o existen en nuestra normativa mecanismos que puedan permitir al contratista bien no ejecutar una prórroga, o bien percibir el coste real de los servicios prestados?

Recovecos poco transitados y/o conocidos de la actual Ley de Contratos del Sector Público (Ley 9/2017, de 8 de noviembre), permiten a los contratistas adoptar, ante la perspectiva de la imposición por la Administración de una prórroga antieconómica, una actitud más edificante que la mera resignación cristiana. Conocido es que el artículo 29.4 de la LCSP autoriza a la Administración a prolongar la aplicación de los precios del contrato por nueve meses en caso de prórroga forzosa de éste, siempre y cuando la Administración hubiese publicado el anuncio de licitación del contrato sustitutorio antes de los tres meses anteriores a la finalización del contrato prorrogado. Ello conlleva, implícitamente, que la Administración deberá aplicar precios nuevos, o bien desde el inicio de la prórroga forzosa (si no ha licitado con la antelación requerida), o bien transcurridos nueve meses desde el inicio de la prórroga (si ha licitado cuando debía). El potencial litigio se centra aquí en qué precios nuevos deberán aplicarse, que, por mandato del artículo 102.3 de la LCSP deberían corresponderse con los de mercado.

No obstante, el “santo grial” que aún está por explotar es, a nuestro juicio, la previsión contenida en el artículo 29.2 de la LCSP, según la cual “El contrato podrá prever una o varias prórrogas siempre que sus características permanezcan inalterables durante el período de duración de estas”.  ¿Qué debe entenderse por condiciones “inalteradas” que permitan la ejecución de las prórrogas contractualmente previstas? En una interpretación amplia, el precepto debería posibilitar la no ejecución de las prórrogas de aquellos contratos en los que, durante su periodo inicial de vigencia, se haya producido un desequilibrio de las prestaciones por causas ajenas al contratista (como, por ejemplo, un incremento imprevisible de los factores de producción que hagan económicamente inviable la ejecución del contrato).

Así pues, parece que hay alternativas a la resignación. Sólo falta atreverse a explorarlas.